Enredo lingüístico en tiempos de relativismo
Por  Luis Alberto Franco*
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“Mirad que nadie os engañe por medio de filosofías y huecas sutilezas, según las tradiciones de los hombres, conforme a los rudimentos del mundo, y no según Cristo” (Colosenses 2:8).

“Si alguno viene a vosotros, y no trae esta doctrina, no lo recibas en casa, ni le digáis: ¡Bienvenido!” (2 Juan 10).

En 1948, Eric Balir, más conocido como George Orwell, escribió la obra “1984”; en ella decía que las mutaciones en el lenguaje coadyuvarían a la confusión general en un proceso decadente y totalitario. De algún modo creo que el tiempo que Orwell intuía se ha acercado. Vivimos en una época de confusión en donde las palabras juegan un papel crucial.

Fanatismo, pluralismo, tolerancia, extremismo, radicalismo, entre otras, son palabras con significado específico, deberíamos usarlas adecuadamente. El dinamismo de una lengua es inevitable y útil cuando nuevas voces la enriquecen, pero cuando las palabras se tornan ambiguas en sus significados, estamos en dificultades. Así ocurre con la voz “fundamentalismo”, ya que con ella pasa algo curioso y sugerente. ¿Qué significará esa palabra?, ¿de dónde proviene?, ¿cuáles son sus connotaciones? Veamos si podemos entender un poco mejor la cuestión.

No es fácil encontrar la palabra fundamentalismo en los diccionarios castellanos, solo aparece en algunos más nuevos y la mayoría de las veces influenciada por el fenómeno islámico. El Nuevo Espasa Ilustrado y el diccionario Planeta, coinciden en el significado de fundamentalismo: “Doctrina ideológica, religiosa o política que difunde los fundamentos de su integridad y ortodoxia más rigurosos”. La palabra es más frecuente en los diccionarios de la lengua inglesa, por ejemplo en el Webster 2001, los significados apuntados son los siguientes: “1. Un movimiento del siglo XX del protestantismo, que enfatiza la interpretación literal de la Biblia como fundamental para la vida cristiana y sus enseñanzas. Se llama fundamentalista a todos los que creen en este movimiento; 2. Un movimiento o actitud que enfatiza el sometimiento estricto y literal a un conjunto de principios básicos”.

En el Diccionario de Religiones, de Fondo de Cultura Económica, se ilustra sobre el concepto y su historia más ampliamente: “Nombre dado a un movimiento religioso que se desarrolló en los Estados Unidos por el tiempo de la Primera Guerra Mundial. Su origen se remonta a la publicación, de 1910 a 1912, de una serie de folletos titulada: The Fundamentals: a Testimony of the truth (Los fundamentos, un testimonio de la verdad), donde se exponían las doctrinas que el autor consideraba como las ‘fundamentales’ del cristianismo: el nacimiento virginal de Cristo, la resurrección física de los muertos, la exactitud de la Biblia en todos sus detalles, por ser la Palabra inspirada de Dios, la teoría de la Redención, de la ‘satisfacción’ que Cristo dio por los pecadores y el Segundo Advenimiento de Jesús que debe preceder al Juicio Final. Los bautistas –continua la definición– y los presbiterianos, y en grado menor, los metodistas y los discípulos de Cristo se dividieron violentamente por la oposición entre ‘fundamentalistas’ y ‘liberales’ o ‘modernistas’; la polémica se extendió a Inglaterra y a otros países de Europa”.

En consecuencia, al profundizar sobre el origen del término, confirmamos su procedencia y establecemos que el mismo nació de las entrañas del los evangélicos cristianos, que no procede del Islam, y que surgió como una reacción con el propósito de defender principios básicos de la fe. ¿Qué amenazaba la fe? Tal parece que muchos veían una amenaza en las teorías de Darwin y, sobre todo, una nueva exégesis que relativizaba cuestiones bíblicas de base, que llegaba sobre todo de Alemania y que se extendía por los seminarios. Respecto de la evolución, en algunos casos el asunto se “judicializó”, generando un debate por demás interesante.

Va de suyo que la palabra que nos ocupa, más allá de los acontecimientos históricos, la liviandad periodística y lo que llamaría la “esloganización” general, se refiere a los fundamentos. Es fundamentalista todo aquel que adopta ideas, creencias, modos y/o estilos cualquiera sea su origen con grados superlativos de certeza. En el campo de las creencias esto tiende a lo absoluto. Es en ese sentido que cada quien se observará a sí mismo y decidirá si su convencimiento es o no fundamentalista. Por eso hay que ser muy cauto con los etiquetamientos y, lo reiteramos centralmente en otras palabras, una introspección siempre ayudará a ubicarse y establecer el grado de adhesión que se tiene respecto de lo que se dice creer. Fundar la propia existencia no necesariamente significa abandonar el respeto por la pluralidad.

En lo personal yo no creo que el mundo sufra por el fundamentalismo, sino que sufre por la falta de Dios, estoy convencido de ello. Creo que muchas personas abrazan causas violentas porque están ahogados por el relativismo y la consecuente falta de valores en una sociedad signada por el status quo (en sentido de ambigüedad). Pero seamos precisos, si una persona mata a otra es una asesina; si incita a un crimen es un apologista, no importa cuál sea su razón ni su creencia.

Hay movimientos violentos que se desarrollan en forma asombrosamente simple, que alcanzan a cientos de miles de personas que viven en la más amarga marginalidad, ofreciendo sentido a sus vidas en torno a un conjunto de ideas orientadas a concentrar el resentimiento existente en un enemigo único como causante de todos los males; en ese caso, el origen del problema está claramente en las condiciones preexistentes.

¿Fundamentalismo en qué?

El origen mismo de los bautistas está vinculado, entre otras cosas, a la concepción de que la unión del Estado y la religión es repugnante y causa de tragedias. En ningún lado surge que nuestros mayores en la fe repararan en la necesidad de la separación entre el Estado y la religión por la actitud de fundamentalistas religiosos; lo que descubrieron fue la importancia de la libertad luego de siglos de triste experiencia de unión entre el poder terrenal –en ese punto la monarquía absoluta– y el clero incrustado en él. Muchos murieron porque los actos de sus vidas fundadas en La Palabra, desafiaron esta situación. Recordemos, por citar uno, a Thomas Helwys, con su “Oíd, oh rey, y no desechéis los consejos de los pobres. Dejad que sus quejas te lleguen. El rey es un hombre mortal, y no un Dios; por eso no tiene jurisdicción sobre las almas inmortales de sus súbditos, para que decrete leyes y ordenanzas para ellas”. Helwys se pudriría literalmente en prisión por ese escrito: un valiente ejemplo de fundamentalismo, sin lugar a dudas.

Es posible señalar que en todos los campos de la acción humana los procesos institucionales son evolutivos y perfectibles, se van buscando las mejores alternativas en un camino signado por la prueba y el error; en materia de fe no sucede lo mismo, de ahí la importancia de la separación entre el poder temporal/terrenal y la religión. Simultáneamente, la fe y/o la religión será el lecho sobre el que fluye la vida social.

Yo soy cristiano y bautista en el sentido más estricto del término. Fundamento mi fe en buen lugar, y la trasmito –aunque debería hacerlo mejor– con respeto y celo por la libertad del otro. Creo en Jesús y sostengo los mismos principios que sostenían mis hermanos del pasado, y no creo en su mutación; entre ellos, defenderé siempre la libertad de conciencia y la separación de Iglesia y Estado. Me revolverá siempre el estómago ver la ligereza con la que muchos bautistas piden o aceptan favores de los poderosos –especialmente de los gobiernos de turno– como si no tuviéramos un Padre rico y generoso. Soy fundamentalista respecto del señorío de Cristo, la autoridad de La Palabra de Dios, el apoyo a las misiones, la forma del gobierno de la Iglesia –en lo real no como mera formalidad–, entre otras bases que “funcionalizan” mi fe.

Son tiempos de sutilezas. La siembra de la duda está a la orden del día; se busca relativizar lo que creemos a través de los medios más sofisticados y los más inocentes. Lo de “El Código Da Vinci”, o de los viejos “evangelios” redescubiertos o las declaraciones que cuestionan la cronología bíblica, son algunas de las tácticas –sin mayor importancia, aunque indicativas– que se utilizan conforme a una estrategia bien definida –y advertida en La Palabra– que incluye acciones desde adentro mismo de la fe, basadas en ideas “brillantes” y aparentemente “beneficiosas”, sustentadas en una bondad genérica –¿vulgar?– y sin norte, que no hace otra cosa sino aletargar a los fieles, distraerlos de la esencia y excusarlos de su rol en la misión.

Por un lado se afirma lo gris, lo impreciso y sin convicción ni compromiso, generando iglesias exitosas de tres horas a la semana y, por el otro, se apela a lo mágico como sustituto de una auténtica relación con Dios. Es por eso que debemos afirmarnos en los fundamentos de la fe a partir del amor a Dios y al prójimo, y el rechazo firme de lo que no proviene del Señor.

No, no es el fundamentalismo, es la falta de él lo que caracteriza el momento actual de la Iglesia del Señor, es la carencia de educación cristiana bautista en nuestras iglesias, la inexistencia de un discipulado real. Si hubiéramos sido tan fieles y eficaces como los primeros cristianos, ya nadie cuestionaría que Jesús es Príncipe de Paz y que su presencia en los corazones trae como resultado menos violencia, menos destrucción y menos muerte en el mundo. Por eso, hacia afuera la defensa de la libertad, el respeto, la tolerancia y la prédica pacífica y fundamentalmente testimonial del Evangelio de salvación; hacia adentro, en el marco del consenso que sólo el Espíritu Santo puede dar, saber quiénes somos y por qué.

Luis A. Franco es Cristiano Evangélico Bautista