Las cosas que sólo Dios puede hacer
Por Pedro Boretsky - misionero en Esquel
  ampliar tamaño reducir tamaño
Si de niño me hubieran dicho que iba a ser misionero de una agencia misionera alemana para predicar el evangelio ¡no lo hubiera podido creer! ¡Es más, ni cabía en mi mente de niño que alemanes podían ser alcanzados por el amor de Dios! Directa o indirectamente mi padre había sembrado eso en mi corazón.
¡Mejor empiezo por el principio!
Mi padre nació en el año 1924 en un pueblito de Ucrania, ex Unión Soviética. Desde niño vio y fue testigo de cómo el comunismo recién instalado mato de hambre a infinidad de compatriotas suyos… niños como él morían ante sus ojos pidiendo “¡pan…pan!” (¡Ese clamor lastimoso no se borró nunca de sus oidos!)
En una de sus aventuras de niño, con otro amiguito, escarbando entre los escombros de un templo ortodoxo, que los comunistas habían derribado (pretendiendo derribar con esto la fe de los rusos), mi padre encontró trozos de un Nuevo Testamento, lo leyó con avidez y lo escondió como un tesoro en un lugar secreto del bosque, donde cada vez que tenía oportunidad lo leía. Cuando lo quiso compartir con sus hermanos, bastante mayores que él e involucrados en el comunismo, le dieron una paliza y le quemaron su “tesoro”, pero este ya había germinado en su corazón.
Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, tenía apenas 17 años y las tropas de avanzada del ejercito de Hitler lo encontraron deambulando por los bosques. Lo tomaron prisionero, lo ataron a un poste y lo iban a fusilar. Cuando la tropa alemana estaba a punto de abrir fuego, mi padre gritó: “¡Ayudame, Dios mio!” El oficial alemán detuvo la ejecución y pregunto a un soldado que entendía el ruso que era lo que mi padre gritaba, si era un insulto al “Führer” la muerte sería otra. Cuando el soldado le dijo que mi padre clamaba a Dios, el oficial se acercó a mi padre y mirándolo fijamente a los ojos, le escupió la cara y ordeno a los soldados desatarlo y dejarlo en libertad.
Pasó a la filas del ejercito ruso pero al poco tiempo fue tomado prisionero nuevamente por los alemanes, que lo llevaron detenido a Nuremberg. Después de un tiempo, con 250 compatriotas suyos fue llevado a un campo de concentración en Mathausen, Austria. No entro en detalles porque todos saben las cosas que sucedían en un campo de concentración, aunque solo los que lo vivieron pueden comprender el verdadero infierno que se vivía en esos lugares. ¡Miles entraban y miles morían por semana! En ese lugar mi padre muchas veces fue el encargado de llevar, aún con vida, a muchos de sus compañeros al crematorio.

Solamente la gracia de Dios lo conservó con vida esos tres años y medio…
Al ser liberado por las fuerzas norteamericanas en mayo de 1945, fue devuelto al Ejercito Rojo, de donde el decidió escapar y milagrosamente lo pudo hacer. Clandestinamente atravesó Austria por las zonas boscosas y pudo cruzar la frontera a Italia, donde después de muchas aventuras y desventuras llegó a Roma, donde Dios lo guió a un campo de refugiados rusos atendido por creyentes bautistas. Allí el conoció más del Señor, hizo su decisión pública de fe en Jesucristo y al poco tiempo se bautizó en el Rio Tiber.
En ese tiempo conoció a Esther, una joven de la Iglesia Bautista de Roma que visitaba y ayudaba a los refugiados rusos. En octubre de 1947 se casaron y en abril de 1948 se embarcaron desde un puerto de Alemania rumbo a América, llegando a la Argentina después de casi un mes de navegación.
Dentro de esta familia nacimos ocho hermanos. En el año 1954 mi padre ingresó al Seminario Bautista de Buenos Aires y al poco tiempo fue ordenado al pastorado.
¡Los años que siguieron no fueron mejores que los de la guerra para nuestra familia! Cristo estaba, pero mi padre era aún un “enfermo” (por no decir un “loco”) de la guerra, arrastraba muchas secuelas, traumas, rencores, en cada alemán veía un enemigo que había que “odiar”. Su “psiquis” estaba enferma, no tuvo sabiduría, ni consejo sabio de profesionales o pastores para manejar sus traumas, o no quiso… Arrastró su “viejo rencor”, que lo seguía destruyendo. Dormía con pastillas, a veces recurría al alcohol. A veces desaparecía y por dos o tres días andaba caminando por las montañas o el campo, con una escopeta al hombro y supuestamente de “cacería”, pero en realidad intentaba huir de fantasmas del pasado reciente que aún lo perseguían.
El “climax” de la crisis de nuestra familia lo vivimos cuando fuimos privados de la presencia de papi por un crimen que cometió, supuestamente contra alguien que durante la guerra cometió traición a favor de los enemigos, los alemanes…

Estuvo detenido por dos años, con tratamiento psiquiatrico y espiritual. ¡Fue muy duro, pero muchos estuvieron orando por nuestra familia que se venia a “pique” como un barco bombardeado!
¡El Señor fue muy bueno! ¡Nos devolvió a papi!¡Lo perdonó y lo sano de todas las cosas del pasado y lo hizo con cada uno de los miembros de nuestra familia!
El Señor aun restauró su ministerio (cosa que muchos criticaron). En sus últimos treinta años de vida tuvo un ministerio muy fiel y fructífero, sirviendo como pastor y predicador en varias iglesias.
En sus últimos meses de vida, Dios le permitió viajar junto con mi madre a Rusia y Ucrania, donde centenares de personas aceptaron a Cristo por intermedio de sus mensajes. Durante los días de semana tenía un seminario intensivo con obreros capacitándolos para la tarea. Ofrendas que recolectó antes de viajar y también todos sus ahorros los dejó allí para sostener obreros para que se dedicaran a la obra.
Cuando lo despidieron de su patria le quisieron hacer prometer que regresaría, diciendole: “En esta época de otoño las golondrinas se van, pero regresan en la primavera, ¿podemos confiar que ustedes también regresaran en la primavera?” Seguramente las golondrinas regresaron, pero mi padre no. Dios tenía preparado otro “vuelo” a la patria celestial. Un cancer fulminante fue el medio que el Señor usó para llevárselo en poquitos días. Murió en paz con su patria, agradecido al Señor por el milagro de la apertura al evangelio de su pueblo. Murió en paz con sus antiguos “enemigos”, admirando al pueblo alemán de cómo pudo levantarse de las ruinas de la guerra.
¡Hoy mi padre estaría orgulloso de tener un hijo suyo “socio” de los alemanes en este compromiso de llevar el mensaje de Jesucristo a todos!
Hoy, después de sesenta años de aquel “infierno”, podemos decir realmente de corazón “Porque El es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación”. (Efesios 2:14)
¡A El sea la gloria!