Del derecho de la mujer a disponer libremente de su cuerpo
Por Dr. Roberto Bedrossian
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Con este argumento, grupos feministas han llegado a afirmar que si una mujer creyera que el embarazo pudiera entorpecer su realización profesional o afectar su elegancia o simplemente complicar un viaje proyectado, tiene perfecto derecho a eliminarlo, aun con prescindencia de la opinión del progenitor.

Vivimos en una época de exaltación de los derechos sin la imprescindible simetría y correlación de responsabilidades y deberes. Con razón se insiste en los derechos del niño, pero quien se atreviera a mencionar los deberes de los niños-condición que se confiere nada menos que hasta los dieciocho años- en cuanto hijos, estudiantes y miembros de la comunidad, se expondría a ser tachado de reaccionario, retrógrado o represor. ¿Qué político argentino se arriesgaría a proponer como materia de enseñanza obligatoria en los colegios los valores morales, como el respeto a los mayores, la importancia del esfuerzo y de la autodisciplina, la dignidad del trabajo, el valor de la honestidad, la veracidad, la solidaridad, la bondad, la vida sana lejos del alcohol, de las drogas y de las inmoralidades? Morigeramos la disciplina escolar y dejamos en estado de indefensión y desánimo a los docentes, pero eso sí: repartimos preservativos, claro que sin aclarar que no eliminan al 100% la posibilidad de embarazos o de contagios del Sida; desdibujamos y denigramos la familia tradicional y nos burlamos de la fe en Dios, con lo que destruimos esos dos pilares fundamentales de la dignidad y de la libertad humanas, verdaderos muros ante los cuales se estrellan las ideologías deshumanizantes, ávidos siempre de terrenos abonados por la ignorancia intelectual y la anarquía existencial.

Volvamos a nuestro tema central: es evidente que un acto no se legitima éticamente por el solo hecho de que se haya llevado a cabo por una decisión libre o aparentemente libre. La libertad no nos garantiza ni nos releva de la eticidad; sin ella, la libertad puede transformarse en anarquía, opresión o megalomanía. Drogarse, suicidarse, y realizar atentados terroristas no pueden justificarse moralmente desde la libertad (1); incluso, como ha dicho Juan Pablo II, “reivindicar el derecho al aborto, al infanticidio, a la eutanasia y reconocerlo legalmente, significa atribuir a la libertad humana un significado perverso e inicuo”.

Tras la afirmación del derecho de la mujer a disponer libremente de su cuerpo para abortar, se encubre un sofisma. La esencia de todo sofisma consiste, no tanto en la hábil cosmetización de una mentira total, sino más bien en una falacia con apariencias de verdad, porque con un sagaz juego de palabras se presenta una verdad parcial como si fuera una verdad total.

¿Cuál es, en este caso, la media verdad? Que, en efecto, el embrión está alojado temporalmente en el cuerpo materno para protección y nutrición.

¿En qué consiste la falsedad? En que se presenta al embrión como si fuera un órgano más del cuerpo de la madre. No se le puede parangonar, por ejemplo, con un cáncer uterino o un fibroma; tanto del primero, que es maligno y que debe ser extirpado cuanto antes, como del segundo, que es un tumor benigno, se puede afirmar que, aun tratándose de estructuras patológicas, no sólo están en el cuerpo de la mujer, sino indudablemente pertenecen al mismo.

La naturaleza del embrión es muy distinta: el embrión es dependiente de la madre, pero también es una nueva vida humana totalmente diferente. Las razones que avalan esta afirmación son múltiples:

El embrión y la madre poseen identidades genéticas diferentes. Cada ADN es un verdadero documento biológico de identidad, porque se encuentra presente, no en un solo dedo como en la huella digital tradicional, sino en cada una de las innumerables células de un organismo; por eso, el ADN permite reconocer la identidad de una persona, aún si hubiera fallecido. Del ADN depende fundamentalmente el funcionamiento de todo organismo desde su comienzo hasta su muerte, y si bien el ADN no lo es todo, sin identidad genética no puede existir identidad alguna.

El embrión puede comenzar su desarrollo fuera de la madre, como sucede en la fecundación in vitro.

No sólo durante la primera semana de vida, en que el embrión se va desplazando desde la trompa a la matriz mientras se multiplica, sino durante todo el embarazo, el embrión sigue indefectiblemente su propio proyecto. Propongamos un ejemplo, tan simple como demostrativo: supongamos el caso, que se ha dado por error, de un embrión sobrante de una fecundación in vitro de una pareja de raza negra implantado en una mujer blanca: indefectiblemente nacerá una criatura negra. A la inversa, si se implanta en una mujer negra un embrión procedente de una pareja blanca, nacerá, también indefectiblemente, un niño blanco, que, según su ADN, incluso podría ser muy rubio. En ambos casos las madres proveyeron todos los materiales que necesitaban los embriones, pero no produjeron ni una sola de los millones de células del niño. Lo dicho: con las materias primas maternas, ambos embriones se desarrollaron según sus propios proyectos, determinados por sus respectivos ADN.

El embrión y la madre son dos organismos que interactúan. El embrión es el que se desplaza en busca de la matriz, a la que llega al final de la primera semana de la fecundación; llamado entonces blastocisto; entre tanto ha llevado a cabo ya la hazaña de multiplicarse desde su estado unicelular a ser un embrión de 64-128 células. El embrión está constituido en ese momento por el trofoblasto y el embrioblasto (embrión propiamente dicho). El trofoblasto, entre otras membranas necesarias para la correcta implantación en la matriz, produce el corion, que con sus vellosidades penetra en el útero como raicillas en la tierra, para así recibir los nutrientes necesarios a través de los vasos umbilicales, y que, además, segrega una hormona, la gonadotrofina coriónica, que impide nuevas menstruaciones, que le serían letales. Siempre se trata de interacción de dos organismos, y aun existen ocasiones en que el embrión tiene que arreglárselas casi por sí solo; por ejemplo, en el último mes del embarazo algunos anticuerpos maternos deben pasar al feto para reforzar sus defensas inmunitarias, pero como se trata de macromoléculas que por su tamaño no pueden difundir a través de la membrana que separa la sangre materna de la fetal –las sangres respectivas nunca se mezclan directamente-, el embrión desarrolla moléculas específicas que posibilitan el traslado activo de dichos anticuerpos.

Es teóricamente posible que en el futuro un embrión pueda desarrollarse fuera de la madre en placentas artificiales. Actualmente, en servicios neonatológicos de alta complejidad, se logra la sobrevida de fetos de muy bajo peso (recientemente se ha informado desde Chicago la sobrevida de una bebita nacida con sólo 244 gramos de peso) y entre 5 y 6 meses de desarrollo intrauterino.

Es de conocimiento popular la posibilidad de incompatibilidad sanguínea materno-fetal (madre Rh negativo, embrión Rh positivo por herencia paterna).

La mujer que precisamente al principio del embarazo puede experimentar trastornos (vómitos, por ejemplo) por la presencia extraña del embrión, no se siente mutilada después del parto, porque no ha perdido ningún órgano propio; por el contrario se encuentra generalmente más cómoda y aliviada.

Si se libra de un peligro mortal a una mujer embarazada, todo el mundo se regocija por partida doble, porque naturalmente entiende que se han salvado dos vidas.

Si una mujer embarazada padece un coma cerebral irreversible, se puede mantener artificialmente las funciones vegetativas –alimentación, respiración, circulación-, y, a pesar de la muerte cerebral de la madre , la criatura puede seguir su desarrollo y nacer completamente sana; simétricamente, la muerte del feto no tiene por qué significar la muerte de la madre. Dos muertes en fechas diferentes sólo son posibles porque se trata de dos vidas diferentes.

¿Por qué se hacen campañas contra el hábito de fumar, llegándose hasta la prohibición? ¿Acaso no se afecta el derecho de las personas a decidir sobre su cuerpo? Dos razones son decisivas: el deber moral de prevenir al fumador y la protección de los derechos de terceros, los fumadores involuntarios o fumadores inocentes. Si el niño por nacer es otro en relación con la madre, aunque dependiente de ella –condición que se mantiene y aun se acrecienta después del parto por largos años-, ¿no debieran ser respetados sus derechos, fundamentalmente el derecho a la vida, que representa la condición de posibilidad de todos los demás derechos?

El aborto provocado ¿no significa matar a una vida humana inocente e indefensa? Vienen a cuento las palabras de Sócrates en su defensa ante la asamblea ateniense: “A mi juicio, el más grande de todos los males es hacer lo que Anito (uno de sus acusadores) hace en este momento, que es trabajar para hacer morir a un inocente”.

¿Cómo no coincidir con el gran filósofo?

Dr. Roberto Bedrossian
Médico y experto en bioética

(1) Hay elecciones que parecen libres pero que en realidad no lo son, sino resultados de teorías aberrantes y de presiones sociales, lo que puede ser particularmente cierto en los casos de aborto, en que no pocas veces la mujer es más víctima que culpable, porque la responsabilidad recae principalmente en los ideólogos, los consejeros y los ejecutantes. En cierta oportunidad, escuchamos a un médico, practicante habitual de abortos, justificarse afirmando que hacía una obra de bien, salvando el honor de madres solteras y de sus familias; lo decía con tanta convicción que parecía sentirse merecedor del título de filántropo, pero omitía que sus actos “caritativos” explicaban su holgura económica.