Los “trastornos” del gobierno congregacional
Por Luis Alberto Franco
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“El Sr. Jefferson asistió a los cultos de esta iglesia [bautista] por algunos meses seguidos y, después de uno de los cultos invitó al pastor [Andrés Tribble] a su casa a comer con él […] El señor Tribble le preguntó al Sr. Jefferson si estaba complacido con el gobierno de la iglesia. El señor Jefferson contestó que su firmeza le tocó con mucha fuerza y que le impresionó mucho; añadió que lo consideraba como la única democracia pura que existía en aquel tiempo en el mundo, y que había concluido que sería el mejor plan de gobierno de las Colonias Americanas”
(Religious Denominations, p. 169).

“Siempre que el pueblo esté bien informado, se le puede confiar su propio gobierno”
(Thomas Jefferson, autor de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América).

Algunos se retiran apesadumbrados, otros parecen menos afectados, casi contentos, la mayoría preferiría no haber asistido; el pastor piensa para sí sobre la utilidad de la reunión que trató de dirigir, con empatía y bondad recuerda la cara de los hermanos que apenas dan sus primeros pasos y la posibilidad cierta de que sufran: acaba de concluir una Asamblea de la iglesia. Este cuadro se ha repetido demasiadas veces y en casi todas ellas el gobierno congregacional resulta cuestionado; a veces es la oportunidad que esperan algunos para dar por terminada la participación directa de los miembros en la resolución de los asuntos de la iglesia; pero muy pocas veces sirve como punto de partida para reflexionar sobre qué es lo que en realidad resultó mal. En la edición número 5 de Reflexión Bautista, de agosto-septiembre de 2002, publicamos un artículo titulado: “La identidad bautista en el nuevo milenio”, que ilustró sobre las bases bíblicas y teológicas que fundamentan el gobierno congregacional, cuáles deben ser las relaciones entre la iglesia y el pastor, qué pasos debe dar una iglesia para un diálogo honesto entre sus miembros, y cuáles son las prácticas que violan sus principios; no vamos a repetirlo, por lo que recomendamos fervientemente la lectura de aquella entrega. (1) Lo que sí queremos profundizar son las causas de muchos de los fracasos y ensayar sus posibles soluciones.
La educación
En muchas iglesias evangélicas se ha deteriorado la enseñanza en general y la de nuestra forma de gobierno en particular. En el mejor de los casos, se educa sobre muchos puntos que hacen a nuestra doctrina, pero no se profundizan los aspectos administrativos de la vida eclesial. En especial no se le presenta al educando –ya sea un joven que realiza un curso de bautismo o una persona que viene de otra denominación– con el suficiente detenimiento, que el gobierno congregacional es el más apropiado según lo indica la Palabra, y que las Asambleas son cultos de administración tan valiosos como cualquier otro servicio de la iglesia. Sabemos que sin una educación reflexiva, abierta y en consecuencia participativa, no hay una valoración adecuada, y sin valoración adecuada no hay conciencia de la responsabilidad. En otras palabras, si se comprende por qué es éste y no otro el sistema y las implicancias que tiene para la vida de la iglesia y para la propia vida del creyente dentro de ella, es posible que este vea con claridad cuáles son sus deberes y asuma su rol.
El sistema
El gobierno congregacional requiere un orden y procedimientos. Si una persona normal no libra sus asuntos al azar, sino que trata de prestar la máxima atención para resolver los cursos a seguir y sacar el mayor provecho posible, para la iglesia la actitud no debe ser menor. Normalmente las iglesias que asumen al gobierno congregacional como inalienable, cuentan con un cuerpo o junta de diáconos y directores de áreas. Si bien estos no deben pensarse a sí mismos como superiores al resto de los miembros ni asumir sus funciones como cargos de “poder”, deben asumir sus facultades administrativas y analizar los distintos asuntos de la iglesia con el objetivo de presentarlos a la Asamblea de la mejor forma posible, esto es con claridad, con el mayor de los conocimientos para evacuar todo tipo de dudas que pudieran surgir en el culto de administración y, sobre todo, con el imprescindible soporte en oración que requiere todo lo que es del Señor y su Iglesia. Una vez establecidos los temas que se tratarán en una Asamblea, es necesario presentarlos por un tiempo prudencial en forma general en un Orden del Día. Esto permite que todos los miembros de la iglesia pongan en oración el temario y realicen consultas, ya sea con su diácono, con el pastor o un líder con responsabilidades en algún área. El fomentar el diálogo y el cambio de ideas previos a una Asamblea no perjudica a la iglesia; muy por el contrario, muchas veces permitirá conocer a fondo el pensamiento de todos los hermanos y resolver con mayor unanimidad e, inclusive, que no tengamos temor de postergar un determinado tema. Es cierto que unas pocas veces podrá haber un asunto muy sensible como puede serlo una disciplina; pues bien, en ese caso deberá utilizarse la prudencia y la reserva para proteger a todas las partes, pero esto es sólo una excepción infrecuente.
Las asambleas
Las asambleas son el punto máximo de todo el proceso; allí se determinará el curso a seguir sobre un determinado tema, se aprobarán balances, se aceptarán informes y se tomarán ideas para rectificar o mejorar un proyecto. Los bautistas creemos que el Espíritu Santo se mueve en medio de los creyentes reunidos en el nombre de Jesús, y eso es lo que ocurre en las Asambleas en las que su presencia es invocada. Los miembros de mayor edad de una iglesia seguramente recordarán alguna anécdota en donde el hermano más callado o más impensado pidió la palabra, se levantó, dijo una frase o un versículo y trajo luz sobre una cuestión en la que no se podía avanzar. ¿A quién atribuir esa intervención cuando todo ha sido preparado con sumo cuidado e invocando la presencia del Señor? Cuando nos detenemos a pensar en nuestras experiencias en asambleas, lo más probable es que recordemos que la mayoría han trascurrido en forma lineal: se escucha, se vota, se aprueba… todo parece fluir natural, casi aburridamente. Pero no siempre ha sido o será así. Muchas veces se discutirá, habrá intercambios más o menos intensos, opiniones divergentes. Cuando esto ocurre, es fundamental reaccionar con solvencia y mantener el orden. ¿En qué consiste el orden? Pues bien, en comenzar a aplicar el reglamento que toda iglesia debe tener para regular un debate. La aplicación estricta de lo que se llama comúnmente “normas parlamentarias” contribuirá a que una reunión no se salga de cauce. El uso de la palabra, las mociones de orden, las precedencias en las votaciones, las interrupciones de los diálogos y las cuestiones personales, la abstención de la presidencia en emitir opinión, respeto por los listados de oradores y cierres del debate –entre otras varias reglas– permitirán un piso de tolerancia en el disenso. Pero dado que no se trata de una organización cualquiera sino de una Iglesia del Señor, va de suyo que conviene detener un momento ríspido para pasar a orar. Acudir al Señor siempre es efectivo en sí mismo y ayuda a ubicarse. A veces será por unos minutos, en otras oportunidades deberá pasarse a un cuarto intermedio más prolongado, tanto como sea necesario. En opinión de quien esto escribe, el pastor no debería presidir la Asamblea sino la persona más práctica en el manejo de estas lides; el principio no sería que el pastor no puede ser esa persona, sino que el pastor es una suerte de reserva ante lo que llamaremos una crisis de Asamblea; el pastor tiene un rol espiritual relevante en la vida de la iglesia y es él, si el Espíritu no ha decidido otra cosa, quien debe intervenir in extremis, si se permite el término, para sosegar, orar, traer la palabra justa y exhortar, todo, de ser posible, desde una posición neutral.
Las decisiones difíciles
En Mi experiencia con Cristo, Blackaby testimonia que en la iglesia que él pastorea no se toman decisiones sin que haya un fuerte consenso; paradójicamente es una sabia decisión. El Espíritu no puede estar dividido 60/40 ni 70/30, algo pasa con ese asunto o, de lo contrario, algo subyace, algo más allá de lo que se está tratando, es posible que una cuestión de naturaleza espiritual deba ser atendida antes de seguir adelante. La democracia, es decir el sistema de votación, es sólo una herramienta que utiliza el gobierno congregacional, el sistema esencialmente es un sistema de fuertes consensos y unidad en el espíritu. Por eso no debemos tener temor en detener todo el tiempo que sea necesario la resolución de un problema, hasta que Dios nos muestre el camino a seguir.
Reflexión final
El bautista no centra su creencia en sí mismo ni en iluminados. El bautista que sostiene su identidad histórica en realidad no apoya el congregacionalismo porque su participación resulte importante; el bautista es antes que nada teocrático. En consecuencia cree en Jesús como la cabeza de la Iglesia, que preside y reina, y que el Espíritu Santo utiliza a la Iglesia del Señor y se expresa a través de ella. Esa es la seguridad del creyente bautista, en eso deposita la fe y por eso ama la congregación en la que Dios lo ha puesto. Es tiempo de reconocer que el sistema de gobierno que nos fue dado es el mejor para enfrentar el abuso de poder y atender a la dinámica de la iglesia. Si algunas veces ha fallado, no es por sistema en sí, es por nosotros.