¡No quiero ser apóstol!
Ricardo Godim - Brasil
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La filosofía ministerial que ha surgido de la ambición por el poder y la fascinación por los títulos, como el de apóstol, ha provocado una estampida en las iglesias para ver quién es mayor y quién está a la vanguardia de la revelación.

¡Ya lo tengo decidido! ¡Yo no quiero ser apóstol! Lo poco que conozco sobre mí mismo me lleva a reconocer, sin falsa humildad, que no tengo las condiciones espirituales para ser uno de ellos. Además, no quiero que mi ambición por cuestiones de éxito y de prestigio –lo cual es pecado- se transforme en motivo de burla.
El apostolado se encuentra entre los cinco ministerios de quePablo describe en Efesios 4:11. No se puede negar que los apóstoles fueron establecidos, en primer lugar por Dios, antes que los profetas, maestros, operadores de milagros y sanidades, los que socorren, los que presiden y aquellos que hablan variedad de lenguas. Pero yo me conformo con mi sencilla función de pastor, pues no todos son apóstoles, no todos son profetas, y no todos son maestros o sanadores, según lo que declara 1 Corintios 12:29. Parece no haber falta de mérito en el hecho de ser un simple obrero.

Mis escasos conocimientos de griego no me permiten grandes aventuras lexicales. Pero cualquier diccionario teológico nos ayuda a entender el sentido neotestamentario de los términos “apóstol” o “apostolado”. Según la Enciclopedia histórico-teológica de la Iglesia Cristiana, el uso bíblico del término “apóstol” está casi enteramente limitado al Nuevo Testamento. Ocurre setenta y nueve veces en sus páginas: diez en los evangelios, veintiocho en Hechos, treinta y ocho en las epístolas y tres en Apocalipsis. Nuestra palabra española es una transliteración de la palabra griega “apóstolos”, que se deriva de apostellein, enviar.

Aunque en el Nuevo Testamento se usan otras palabras que indican despachar, enviar, mandar a otro lugar, la palabra apostellein pone énfasis en el elemento de comisión (encargo). Es decir, descansa sobre la autoridad de quien envía y la responsabilidad que se le da al enviado. Si nos limitamos rigurosamente al término, se podría decir que un apóstol es alguien que es enviado con una misión específica, en la cual actúa con plena autoridad de quien lo envía y deberá rendirle cuentas a esa persona.
En Hebreos 3:1, Cristo es llamado apóstol. Él hablaba de oráculos de Dios. Los doce discípulos más cercanos a Jesús también recibieron ese título. Aparentemente el número de apóstoles era fijo pues existía un paralelismo con las doce tribus de Israel. Jesús se refiere únicamente a doce tronos en la era venidera (Mt. 19:28; Ap. 21:14). Después de la traición de Judas y para que se cumpliese la profecía, la iglesia se sintió obligada, en Hechos 1, a preservar el número.

A pesar de esto, no tenemos conocimiento, al menos al estudiar la historia de la iglesia, de otros esfuerzos hechos para seleccionar nuevos apóstoles como sucesores de los que morían (Hechos 12:2). Con el pasar del tiempo ya no se podían cumplir las exigencias para que alguien fuese calificado como apóstol, si usamos el criterio del texto de Hechos: Es necesario, pues, que de estos hombres que han estado junto con nosotros todo el tiempo que el Señor Jesús entraba y salía entre nosotros, comenzando desde el bautismo de Juan hasta el día en que de nosotros fue recibido arriba, uno sea hecho con nosotros testigos de su resurrección. (Hechos 1:21-22).

Por esta razón, algunos de los mejores exegetas del Nuevo Testamento concuerdan en que las listas ministeriales de 1 Corintios y Efesios 4 se refieren exclusivamente a los primeros apóstoles y no a nuevos apóstoles.
Pero, ¿qué del apostolado de Pablo? La excepción confirma la regla. En la defensa de su apostolado, en 1 Corintios 15:9 él afirma que fue testigo de la resurrección (vio al Señor en el camino a Damasco), pero reconoce que era un abortivo (nacido fuera de tiempo): Yo soy el más pequeño de los apóstoles, y no soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguí a la iglesia de Dios. (1 Corintios 15:9).
El testimonio de más de 2.000 años de historia es que los apóstoles fueron solamente aquellos doce hombres que anduvieron con Jesús y fueron comisionados por él para que se convirtiesen en columnas de la Iglesia, la comunidad espiritual de Dios.

Lo que preocupa en relación con estos apóstoles posmodernos es algo aún más grave. Es un elemento que está ligado con nuestra misma naturaleza, que ambiciona el poder, que está fascinado con los títulos y que hace de esto una filosofía ministerial. Ha provocado una estampida en las iglesias para ver quien es mayor, quién está a la vanguardia de la revelación del Espíritu Santo y quién posee la unción más eficaz. Tanto es el afán por el título de “apóstol” que son los líderes de ministerios de gran visibilidad quienes consiguen movilizar multitudes que corren tras ellos. Poseen un perfil tremendamente carismático, saben lidiar con las masas y, desafortunadamente, poseen abundantes bienes materiales.

No quiero ser un apóstol, porque no deseo estar en la vanguardia de la revelación. Deseo ser fiel a la corriente principal del cristianismo histórico. No quiero una nueva revelación que haya pasado inadvertida para Pablo, Pedro, Santiago o Judas. No quiero ser apóstol, porque no me quiero alejar de los pastores sencillos, de los misioneros sin glamour, de las mujeres que oran por nosotros en círculos de oración, ni de los santos hombres que me precedieron, que no conocieron las tentaciones de los mega eventos, del “culto-espectáculo” o de la vanguardia de la fama. No quiero ser apóstol, porque no creo que necesitemos de títulos para hacer la obra de Dios, especialmente cuando estos nos confieren estatus. Por el contrario, estoy dispuesto incluso a renunciar a ser llamado “pastor” si esto representa una graduación y no una vocación al servicio.

No menosprecio a las personas. Más bien mi preocupación delata un profundo pesar al percibir que en el ambiente evangélico se conspira para que los hombres de Dios se sientan atraídos por ostentar reconocimientos, cargos o posiciones. Embriagados por la exuberancia de sus propias palabras, creyentes que son especiales aceptan los aplausos que vienen de los hombres y dejan de lado el espíritu que caracterizó el ministerio de Jesús de Nazaret.

Jesús nos enseñó a no codiciar los reconocimientos y también a no aceptar las lisonjas de los hombres. Cuando un joven rico lo saludó con un Maestro bueno, el rechazó la interpelación preguntando: ¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino solo Dios (Mr. 10:17-18). La madre de Santiago y Juan pidió un lugar especial para sus hijos. Jesús aprovechó el malestar causado por esto para enseñar: Sabéis que los gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que son grandes ejercen sobre ellas potestad. Pero entre vosotros no será así, sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo; como el Hijo del Hombre, que no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por todos (Mt. 20:25-28).

Los pastores se están olvidando de lo principal. No hemos sido llamados para tener ministerios exitosos, sino más bien para continuar el ministerio de Jesús, quien fue amigo de los pobres y se identificó con los dolores de las viudas y de los huérfanos. Ser pastor no significa acumular conquistas académicas; no es codearse con los políticos poderosos ni ser gerente de una gran empresa religiosa ni pretender las altas esferas de las jerarquías religiosas. Pastorear es conocer y vivir la intimidad de Dios en integridad. Pastorear es caminar al lado de la familia que acaba de enterrar a un hijo, la cual necesita que se le consuele por medio del Espíritu Santo. Pastorear es ser fiel a todo el consejo de Dios: enseñar al pueblo a meditar en la Palabra de Dios. Ser pastor es amar a los perdidos con el mismo amor con que Dios nos ama.

Pastores: ¡no quieran ser apóstoles! Más bien busquen ser piadosos por medio de la oración. No ambicionen tener mega iglesias; más bien traten de ser hallados como dispensadores fieles de los misterios de Dios. No se encandilen con el brillo de este mundo; más bien busquen servir. No construyan sus ministerios sobre el afán por descubrir siempre algo nuevo; más bien busquen manejar con eficacia la Palabra de verdad, aquella misma que Timoteo recibió de Pablo y que debía transmitir a hombres fieles e idóneos, los cuales a su vez, instruyeran también a otros. Pastores, no permitan que sus cultos se transformen en shows. No alimenten la naturaleza pecaminosa y terrena de las personas; prediquen el mensaje de la cruz.

Agustín de Hipona dijo: “El orgullo transforma a los ángeles en demonios”. Si queremos parecernos a Jesús sigamos el consejo de Pablo a los filipenses: Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Fil. 2:5-8).

El autor es pastor en la Asamblea de Dios Betesda, en Sao Paulo, Brasil.
Tomado con autorización expresa de Editora Ultimato y de la traducción de la revista “Apuntes Pastorales”, Enero-Marzo de 2004.